Por Marcelo Brunwald

La noticia llegó como llegan las cosas que duelen: primero como rumor, después como certeza. En un terreno de Congreso al 3700, en Coghlan, donde hasta hace poco se levantaba una casona de esas que guardan secretos, apareció lo que nadie esperaba: un cuerpo enterrado, olvidado, silenciado. El hallazgo ocurrió a metros de la casa donde vivió Gustavo Cerati entre 2002 y 2003, pero lo que se encontró no tiene nada que ver con la música. Es otra historia. Una que habla de abandono, de impunidad, de un barrio que guarda más preguntas que respuestas.

Los obreros que trabajaban en la demolición fueron los primeros en ver algo extraño. Llamaron a la policía. Vinieron los peritos, los forenses, los sobres con restos óseos, los objetos personales. Y entonces, como si la tierra hablara, empezó a reconstruirse una historia que había quedado enterrada en más de un sentido.

El cuerpo era de Diego Fernández Lima. Tenía 16 años cuando desapareció, en julio de 1984. Salió de su casa en Villa Urquiza, almorzó con su madre, pidió plata para el colectivo y nunca volvió. Lo vieron por última vez en Naón y Monroe. La familia hizo la denuncia, pero en la comisaría les dijeron que seguro se había ido con alguna chica. No hubo búsqueda. No hubo investigación. Hubo silencio.

Lo que se encontró junto al cuerpo fue lo que permitió identificarlo: un reloj Casio con calculadora, un corbatín escolar azul, una moneda japonesa de cinco yenes que los chicos usaban como amuleto. Cosas que hablan de una época, de una adolescencia interrumpida. El Equipo Argentino de Antropología Forense hizo el trabajo que no se hizo entonces. Y ahora, cuarenta años después, Diego volvió a tener nombre.

La fosa era pequeña, improvisada. Apenas 1,20 por 0,60 metros. Estaba en el fondo del terreno, justo donde la ligustrina separaba la casa de Cerati del resto. El fiscal Martín López Perrando investiga ahora lo que pasó, pero el crimen ya está hecho. Lo que queda es entender por qué nadie lo buscó, por qué nadie lo escuchó.

Los vecinos de Coghlan están conmocionados. Algunos recuerdan a Diego. Otros no sabían que había desaparecido alguien tan cerca. Pero todos sienten que algo se quebró. Porque este no es solo un caso policial. Es una historia de barrio. De esas que duelen porque podrían haber sido evitadas. De esas que nos obligan a mirar hacia atrás y preguntarnos qué otras cosas están enterradas sin justicia.

Como cronista, como vecino, como alguien que cree en la memoria como forma de reparación, me toca contar esto. No para cerrar la herida, sino para que no se vuelva a abrir en silencio. Porque cada cuerpo que aparece es una voz que exige ser escuchada. Y porque en cada historia como esta hay una familia que merece saber, un barrio que merece recordar, y una sociedad que debe responder.

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