Un cuento de iniciación sexual no apto para menores. Ni mayores.
Las Acacias
Cada mediodía, 12:30 hs., pasaba por Las Acacias 1932. Por suerte (creía yo) la casa de mi abuela estaba más cerca del colegio que la mía.
En mi cándida mirada adolescente, Estela, así se llamaba, era mi compañera perfecta. La cómplice necesaria en todo vínculo de esa edad. A través de ella podía burlar la asistencia a clase y encontrarme con esos chicos que mis padres jamás hubiesen autorizado
El atajo era ideal. Almorzaba risueñamente con mi confidente. No había secreto alguno que ella no conociera.
Fueron esos mismos secretos los que revelaron, como relatare más adelante, la verdadera esencia de Estela, a la que me rehúso a llamar abuela desde el evento que marcó no solo mi adolescencia sino mi camino de mujer.
Cumplía yo 18 años en febrero. Fecha en la cual ya no podrían cuestionar mis actos debido a que adquiría la mayoría de edad. Faltaban unos meses aun cuando se suscitó la tragedia.
Marcos, mi compañero de inglés, me había propuesto esperar ese tiempo para tener nuestro primer encuentro sexual.
Parecerá raro. Y claro que lo era. Pero en ese momento yo estaba profundamente enamorada de él y todo era por decantación perfecto.
Esa idea me parecía de una caballerosidad absoluta. Veía sesgadamente que sus intenciones eran de lo más serias conmigo. Un chico que no quería jugar. Un novio de verdad.
Y ser novio era eso, me decía Estela: “Una mujer que se digne de tal no debe dejarse tocar hasta estar casada”. Pero teniendo presente los tiempos actuales, si lo decidía siendo mayor era mi elección. Los consejos de mi abuela podían parecer tradicionales si dejáramos de lado que nada de ella era conservador. A Estela le gustaba vestirse a la moda, fumar porro, salir de baile. Era una atractiva señora de edad madura independiente y libre en sus formas.
El problema eran mis padres: difícil que ellos autoricen un noviazgo antes de que termine la carrera de médico que ya se me había asignado desde mi nacimiento. Pero para eso estaba la casa de mi abuela. Allí yo era novia. Y novia significaba ver a mi amado, almorzar juntos, dormir cada uno la siesta en una habitación, todo con el consentimiento y compañía de Estela.
A medida que me acercaba hacia mi adultez predeterminada por el calendario, se incrementaba en habitualidad la rutina de compartir ropa con mi abuela. Las polleras, incluso, le quedaban mejor a ella debido a las curvas de las cuales yo carecía. Incluso Estela había aprendido a caminar con tacones ya entrada en edad: esas plataformas que yo detestaba pero usaba de vez en cuando solo porque todas mis compañeras la lucían.
No voy a poder olvidar nunca ese fatídico martes en el que el calor y las hormonas me sofocaron y disminuyeron mi presión arterial. Esa maldita tarde en que la cual la preceptora me dejó salir antes de la clase. No se me ocurrió llamar a nadie. En mi endógeno pensamiento un tazón de café con leche en la casa de la calle Acacia era el remedio y el placer que en ese momento necesitaba.
Quién iba a decir que esta caperucita iba a cumplir, al abrir la puerta, el rol de cazador. Que maravilloso cuerpo el de Marcos, que pintoresco espectáculo digno de una ópera verlo enredado en la celulítica piel de ella: el femenino lobo disfrazado de abuela.
Olivedra
AUTORA: Bajo el pseudónimo se oculta un ama de casa de Avellaneda con una vasta producción literaria inédita y algunos premios en concursos locales y provinciales. Poco más se sabe de ella, salvo que nació en la década del 70 y residió siempre en la misma ciudad.